Pedro volvió a echar un vistazo a la carta y al derrotero. En este último se indicaba lo siguiente: “existe un estrecho canal entre el islote y tierra, donde se han sondado 2 metros de profundidad en la bajamar escorada, siendo dicho paso limpio de piedras y de fondo arenoso. Habrá que observar una vigilancia continua, no apartándose de la enfilación entre el faro y la torre del campanario de la iglesia, bien visible, que existe en la colina posterior. Una vez francos de la punta norte del islote se deberá arrumbar al 350º verdadero, dejando de este modo los peligrosos bajos del Marrajo bien apartados por estribor”.

Con esta información se le planteaba a Pedro el dilema de si debía afrontar el paso, ahorrándose de este modo una bordada que podría suponerle añadir dos millas a la ruta prevista. Ponderó las ventajas y los inconvenientes. Nunca había sido un patrón que arriesgase la quilla de sus barcos. Prefería ser conservador. Había conocido a muchos patrones temerarios que primaban el riesgo frente a la seguridad.

Las condiciones meteorológicas eran buenas: viento flojo y una ligera marejadilla donde se adivinaban los borreguillos generados por la virazón estival. El viento soplaba por la aleta y se iban acercando al paso con el espí asimétrico izado y a unos seis nudos de velocidad media.

Una vez entrasen en el estrecho, deberían tener preparado el foque para arriar el espí, ya que había poco margen para caer al 350º de rumbo, como aconsejaba el derrotero. Era preferible perder un nudo o dos de velocidad en el paso a tener que encontrase encima de los bajos del Marrajo, donde las rocas eran afiladas y podían infligir un grave daño al casco de fibra de vidrio.

El barco era un modelo de los años 70, con formas redondeadas y orza ligeramente inclinada hacia la popa, como era habitual en los diseños de aquellos años. El palo lo habían alargado un metro y medio aprovechando una vez que desarbolaron en el Golfo de Vizcaya, después de haber sufrido un temporal que había dejado dañada la jarcia. No obstante, era un buen barco en el que se podía confiar siempre que la persona al mando supiera gobernarlo debidamente.

Pedro siempre decía que los barcos eran como los caballos: si ambos notan que dudas, te la juegan. Hay que ser decididos a la hora de planificar y ejecutar las maniobras.

Como había previsto Pedro, al ir entrando en el estrecho el viento arreció ligeramente, de los 11 a los 13 nudos. Era el momento de arriar el foque balón. Dos tripulantes acudieron a la cubierta de proa y se dispusieron a recoger la vela mientras otros dos, en la bañera, se hacían cargo de la driza y de la braza. La maniobra salió perfecta. Para ello se habían entrenado muchas veces y eso daba sus frutos. El foque estuvo arriba a tiempo, y una vez cazada la vela el barco siguió su marcha, un poco más lento, pero a buena velocidad.

Dentro del paso se veían las piedras que lo rodeaban, y el fondo como decía el derrotero era de blanca arena. Por un efecto óptico parecía que estaba mucho más cerca de lo que en realidad sondaban en aquel momento: 4 metros de profundidad. Pero no era casualidad que tuvieran margen de sobra para pasar. Pedro había calculado la altura de la marea, previamente, consultando el Anuario de Mareas y la tabla de correcciones correspondiente.

Tuvieron una ligera recalmada en la mitad del estrecho debido al socaire que les generaba el islote, pero como el barco llevaba suficiente arrancada, siguieron avanzando y en seguida llegó de nuevo el viento. Continuaron navegando manteniendo la enfilación del faro y la iglesia sin ningún problema. Una vez que la punta norte del islote les demoró por el través de babor arrumbaron al 350º, cazando para ello las velas, ya que el viento se les cerró hacia la proa, como era previsible.

Observaron que habían ganado ventaja con respecto a dos barcos que habían seguido la ruta de fuera. Cada cual había escogido su derrota, pero ellos habían acertado pasando por el estrecho.