El majestuoso buque desplegó sus velas y éstas comenzaron a flamear con la moderada brisa que soplaba del noreste. A medida que fueron braceadas las vergas de las velas cuadras y cazadas las escotas, el buque fue cobrando poco a poco andar y el susurro del agua deslizándose por el casco comenzó a escucharse por los costados. Una leve escora a babor inclinó al casco y el velero arrumbó al noroeste, mientras la costa danesa desfilaba por el través de babor.

Un poco después, y cuando el barco estabilizó su velocidad, el viejo ordenó arriar la corredera. La lectura daba ocho nudos sostenidos. No era mucha velocidad para aquella eslora, pero sí suficiente para poder doblar el cabo Skagen sin quedarse varado en los múltiples bajos de arena que rodeaban a aquel saliente de tierra. No obstante, el viejo ordenó al oficial de derrota que le diera un resguardo suficiente. En su vida de marino no era la primera vez que el viento rolaba al norte justamente cuando intentaban doblar aquel cabo y el recuerdo no era precisamente bueno. Tampoco sería bueno que el viento rolara al sudoeste porque les empujaría hacia la costa noruega, siempre plagada de traicioneras rocas junto a gigantescos acantilados. Él confiaba en su experiencia, que no era poca.

El capitán de éste velero había doblado el Cabo de Hornos, en los dos sentidos, al menos treinta veces a lo largo de su dilatada vida de marino. En uno de aquellos viajes tardaron más de tres meses en doblarlo y perdieron a varios hombres que cayeron al mar sin haber sido posible ni siquiera dar la vuelta para rescatarlos, debido a las gigantescas olas que hacían hervir el agua en aquella alejada parte del Hemisferio Sur. Tenía unas manos enormes y poderosas y más de un díscolo tripulante había probado la fuerza de sus puños tras alguna falta de disciplina.

Al día siguiente al amanecer se encontraban por fin arrumbados hacia el sudoeste con el viento por la popa. Había arreciado a fuerza seis y el barco hacía puntas de catorce nudos bajo su quilla. Era un barco rápido con viento fuerte y el mayor registro de velocidad lo tenían anotado en el diario de navegación durante una travesía desde Australia hasta Europa, en la que habían logrado una punta de diecisiete nudos en las aguas que bordean al Cabo de Hornos. No obstante, había que tener mucha precaución con no pasarse de trapo ya que lo más peligroso era encontrarse con una turbonada repentina con todas las velas arriba. Si el tiempo era achubascado, por si acaso siempre tenían la precaución de arrizar o aferrar las juanetes y las gavias para no tener que enviar a la marinería a trepar hasta la parte alta de la arboladura. Un balance fuerte en la cubierta suponía desplazarse lateralmente más de seis metros de una banda a la otra en la punta de los palos.

Al anochecer, ya en el Mar del Norte, la Península de Jutlandia iba desapareciendo por la banda de babor, a medida que arrumbaban ligeramente hacia la costa de Inglaterra. Los derroteros aconsejaban a los buques de vela dar un buen resguardo a la costa danesa debido a que si el viento rolaba al noroeste se corría el peligro de quedar varado en las múltiples playas de la zona.

El viento fue amainando poco a poco y antes de la cena se encendieron los fanales de las luces de costado y de alcance. El tráfico de buques comenzaba a notarse y era importante dejarse ver bien. Sobre todo había que tener precaución con los vapores. A pesar de que muchos de sus capitanes y oficiales se habían formado en los barcos de vela, habían olvidado lo costoso que era maniobrar un buque de aquellos y a veces no respetaban el derecho de paso que siempre tenía y tiene un velero frente a un vapor.

El cocinero y el marmitón prepararon un guisado de carne, patata y col que fue repartido durante los dos turnos de la cena. El capitán cenó solo en su camarote. A pesar de que habitualmente invitaba a alguno de sus oficiales, ese día quería cenar rápido y evitar la tertulia y posterior partida de dominó para acostarse en su litera y estar descansado al día siguiente. Sería un día en el que tendría que estar presente en el alcázar de popa casi todo el tiempo, apoyando al oficial de guardia en sus decisiones para embocar con seguridad el Estrecho de Dover.

(Continuará)