El capitán dio los buenos días al primer oficial, que apuraba una taza de café negro, apoyado en el pasamanos de estribor. Eran las seis de la mañana y aún quedaban dos horas para que se diera el relevo a la guardia. La cubierta estaba húmeda por el reciente baldeo matutino. Olía a salitre y navegaban con casi todo el trapo dado desde hacía una hora. El barómetro permanecía estable y las estrellas llenaban la bóveda celeste de minúsculos puntos de luz que desaparecían de vez en cuando tapadas por las velas altas del buque.

El viento soplaba del norte con fuerza cinco y según la última lectura de la corredera avanzaban a 10 nudos de velocidad. En esos momentos estaban a dos millas del Estrecho de Dover y por el través de estribor, muy lejos, se divisaba el resplandor de las luces de Londres. También se adivinaban las luces de tope de un vapor por la amura de babor, aún muy lejos, pero al que habría que vigilar. Aunque aún no se le veían las luces de costado, pudieron colegir por la alineación de los topes que su rumbo les dirigía hacia la proa del velero.

El oficial de guardia recordó los viejos versos sobre el Reglamento de abordajes, aprendidos cuando aún era un marinero de cubierta: “entre un vapor y un velero, maniobra siempre el primero”. Eso quería decir que el otro buque debería cambiar su rumbo y apuntar hacia la popa del velero para cortar su estela y no poner en peligro la integridad de ambos buques. El capitán no quitaba ojo del vapor pues era un viejo lobo de mar y eso le hacía ser desconfiado.

Tomaron una marcación del otro buque para comprobar si variaba o no el rumbo, pero después de diez minutos permanecía igual y cada vez más cerca. El viejo ordenó sacar a cubierta la lámpara de señales para advertir al vapor del peligro al que se exponía si no cambiaba el rumbo. Ellos aún no podían caer unos grados a estribor puesto que se arriesgaban a acercarse demasiado hacia la costa inglesa. Hacia babor tampoco podían variar su rumbo puesto que había otro buque por esa banda y no tenían margen de maniobra.

A bordo del vapor también vigilaban al velero pero no tomaron en consideración la velocidad que llevaba. El oficial de guardia advirtió al capitán que con ese viento era probable que aquel velero que avistaban fuera navegando rápido pero éste no le hizo caso y ordeno mantener el rumbo. El timonel miró al oficial y advirtió una expresión de preocupación en su rostro ya que él hubiera alterado el rumbo. Además infringían una regla básica del Reglamento de abordajes y eso podría suponer una mancha en su hoja de servicios. Con veinte años de edad y toda la carrera de marino mercante por delante, no era conveniente verse implicado en un abordaje tan pronto. Él mismo había hecho su aprendizaje en veleros y se había visto en situaciones similares en las cuales los barcos de vapor no respetaban al velero y por eso quería evitar a toda costa el abordaje.

Los buques iban aproximándose poco a poco. En el velero la marcación con el vapor no variaba y eso era una prueba irrefutable de que había riesgo de abordaje. El viejo ordenó cargar los juanetes y las gavias con objeto de reducir algo la velocidad y de ese modo variar la marcación. También cayeron unos pocos grados a babor sobre su rumbo pero el vapor estaba tan próximo que no se percibió ninguna mejoría. El primer oficial hizo una señal a los marineros del castillo para que vinieran hacia el alcázar de popa. No quería arriesgarse a perder ni un hombre de su barco.

En el vapor, el oficial de guardia lo estaba pasando francamente mal. El viejo no cedía y aseguraba que su barco pasaría por la proa de un velero, aunque fuera el más grande del mundo. Llamó al jefe de máquinas y le ordenó palear el carbón que fuera necesario con tal de aumentar un nudo la velocidad. Éste le contestó que iban forzados de máquina desde el amanecer y que no podía aumentarse más la velocidad.

En el velero los hombres se prepararon para un abordaje inminente, pero antes el capitán llamó al tercer oficial y al resto de hombres a cubierta y decidió caer con decisión a babor a pesar del riesgo de abordaje con el buque que se mantenía por su través. De nada sirvió puesto que en pocos segundos el vapor se echó encima y colisionó con el largo bauprés, rompiéndolo en pedazos y haciendo que seguidamente cayera con gran estruendo el palo trinquete. El primer oficial ordenó en ese momento cargar todas las velas cuadras del resto de los palos para frenar el avance del buque. En la cubierta de proa yacían amasijos de cabos, cables, velas y en definitiva todos los restos del palo trinquete. Afortunadamente no había resultado herido ningún tripulante de los que permanecían en el sollado de proa, ya que la gran mayoría permanecían debajo de la cubierta cuando se produjo el abordaje.

A todo esto, en el vapor casi no se habían producido daños, tan solo se levantaron algunas planchas de la cubierta pero la roda aguantó la colisión. La peor parte se la llevó el velero. En ese momento la marea cambiaba de rumbo en la zona donde se encontraban y tenía mucha fuerza, podría llegar hasta los tres nudos de velocidad. El problema era que la marea empujaría al velero hacia los acantilados de Dover y allí poco se podría hacer por salvar al buque.

El vapor intentó remolcar al velero dándole una estacha, pero éste era demasiado pesado para la poca potencia de la máquina de aquel buque. Inevitablemente iban derivando hacia la costa. Los tripulantes del velero alemán, profesionales y disciplinados, intentaron hacer virar al buque, pero sin el palo trinquete no disponían de los foques y el centro vélico se había desplazado demasiado hacia la popa. Todo intento que hacían por virar acababa en un fracaso. Las anclas se habían soltado de las serviolas como consecuencia del abordaje, cayendo al fondo, y no disponían más que de un ancla de capa que podría frenar algo la deriva pero que no sería suficiente para evitar que el buque encallase. Largaron esa ancla y varias velas amarradas a la proa, mediante cabos, para retrasar el momento de la varada.

A las 11:30h de aquel fatídico día, el mayor buque de vela construido jamás, encallaba bajo los acantilados de Dover. Todo el buque y la carga se perdieron allí porque el lugar inaccesible, las olas y un temporal que sacudió esos días la costa impidieron acercarse al barco.

Durante unos días se escucharon unos sonidos extraños en ese lugar. Dichos sonidos procedían de los pianos que en las bodegas del buque chocaban y se destrozaban entre sí al entrar el agua del mar por las grietas del casco.

Aún hoy, en las noches de temporal, circula una leyenda afirmando que si te asomas a los acantilados de Dover y prestas atención a tus oídos, puedes escuchar una triste música de piano procedente de los restos del buque allí abandonado…