Pedro se desayunó con una tostada de pan de molde regada con aceite de oliva y tomate triturado. Era su favorita, junto con un café de cafetera italiana bien fuerte y manchado con un poco de leche, pero sin azúcar.

Ese día se preveía la llegada de la borrasca extra-tropical Ana que les perseguía desde hacía unos días. Si hubieran tenido el motor en buen estado, ahora mismo estarían disfrutando de una buena cerveza en el Café Peter Sport de Horta, en la isla de Faial. Pedro recordaba la primera vez que arribó a dicho puerto. Venía de cruzar el Atlántico desde la isla de Santo Domingo en un barco de aluminio sin ningún tipo de forro interior en los mamparos y techo. Se formaba tal condensación en él, que cuando estaban durmiendo en las literas les llovían las gotas encima. Aparte, el ruido que se ocasionaba cuando había alguna maniobra sobre cubierta era ensordecedor por la falta de aislamiento. El casco formaba una auténtica caja de resonancia.

Aquella vez recalaron después de una travesía de quince días desde el mar Caribe. Se alojaron en una modesta pensión cercana al puerto pero que les pareció el mejor hotel del mundo en ese momento. Dormir en una cama seca y que no se moviera, aparte de la ducha de agua caliente, era un lujo que no tenía precio. Durante unos días disfrutaron del descanso y además engordaron, comiendo casi a diario en diversas casas de comida que había en el pequeño pueblo y que tenían unos precios muy económicos. Había que recuperarse bien y coger fuerzas para el salto hasta Valencia.

Esta vez la situación era diferente porque el barco era más confortable, no un potro de regatas, y permanecerían en él durante su estancia en el puerto. Aunque primero habría que pasar la tormenta que les perseguía.

Después del desayuno, Pedro subió a relevar al tripulante que estaba de guardia. El barco navegaba con viento moderado a un largo y amurado a estribor. Hacían una velocidad de cinco nudos. Llevaban la mesana sujeta con una retenida, ya que la mar de fondo del noroeste les balanceaba demasiado la botavara y a menudo ésta pasaba por encima de la bañera con el consiguiente peligro para sus testas. La mayor estaba anulada desde hacía unos días puesto que el hidráulico que la enrollaba al palo perdía aceite por la línea y no habían podido repararlo por falta de repuestos a bordo. No obstante, con la mesana, trinqueta y foque tenían un buen aparejo para navegar, sobre todo con vientos fuertes.

Al mediodía, se comenzaron a divisar nubes un poco más oscuras por el noroeste, aunque el viento seguía soplando del sudoeste. Probablemente era el cambio esperado. Pedro soltó la retenida de la botavara de mesana por si acaso y gobernó a mano. También se puso la ropa de aguas y el arnés de seguridad. Aunque el barco disponía de puente a cubierto (lo que les libraba de muchas mojaduras), en maniobras había que prever cualquier contingencia y no podían arriesgarse además a caer por la borda.

Al cabo de veinte minutos, de pronto la botavara trasluchó a estribor y la trinqueta y el foque se pusieron en facha. El viento había rolado acompañado de un chubasco. Pedro conectó el piloto automático y salió a la cubierta para largar la escota de barlovento de ambas velas y cazar la de sotavento. Una vez cazadas a la nueva banda y bien orientadas, ajustó el timón al nuevo rumbo. El barco arrancó rápidamente y enseguida se puso a ocho nudos de velocidad. Llovío bastante pero el viento no subió de cuarenta nudos en sus rachas máximas. Estaba claro que la borrasca se había debilitado.

Durante un par de días navegaron con mar gruesa del noroeste y viento de la misma dirección pero no tuvieron ningún incidente digno de reseñar. Arribaron al puerto de Horta a vela pero pudieron utilizar durante un breve tiempo el motor para atracar al muelle.

Mientras permanecieron en el puerto, aprovecharon para reparar la avería del motor y del hidráulico y posteriormente pudieron proseguir su travesía sin novedad hasta España.