Tenían por la proa dos singladuras hasta recalar en la Isla de Lobos, al norte de Fuerteventura, y parecía que el tiempo se iba a estropear un poco por la borrasca Bárbara, que aunque había arrumbado hacia el norte, se juntaba con el borde del anticiclón de las Azores. Ambos sistemas les traerían vientos del noroeste. El viento les vendría bien, pero el cielo se nublaría y eso significaba que Pedro no podría observar ningún astro con el sextante. Tendría que llevar la navegación por estima hasta que el cielo estuviera despejado.

Afortunadamente la corredera marcaba bien, casi sin error. Pedro tenía también en cuenta la corriente, puesto que en aquella zona empujaba siempre al rumbo sur-sudoeste, es decir, al mismo que seguían. No obstante, en la navegación de estima se debe ser cauto puesto que cualquier error en la medida de la velocidad y del promedio del rumbo, puede suponer que el barco se sitúe con muchas millas de diferencia respecto a su posición real.

Pedro aprovechó para bajar tres estrellas al horizonte en el crepúsculo vespertino cuando el cielo comenzaba a cubrirse de nubes. Obtuvo un buen corte entre las tres rectas de altura, tuvo mucho cuidado de calcular el rumbo sobre el fondo que llevaban y anotó la lectura de la corredera en el cuaderno de bitácora. Ahora no quedaba más que cruzar los dedos y aprovechar cualquier claro durante el día siguiente para medir alguna altura del sol que al menos les proporcionara una línea de posición. Al rumbo que navegaban, con el cálculo de la meridiana la latitud sería fiable, y con la ayuda de la estima por lo menos no se encontrarían con la desagradable sorpresa de varar en tierra.

Al amanecer llovía con intensidad y el viento había aumentado a fuerza seis de la escala de Beaufort. La ola era larga y rápida, y el barco aceleraba con cada una que le venía por la aleta de estribor. Era un placer navegar en aquellas condiciones, salvo la molesta lluvia que les obligó a colocar uno de los cuarteles del tambucho para que no se les colara tanta agua en el interior de la cabina por el viento portante. Afortunadamente, también disponían de capota.

Durante la mañana Pedro calculó por estima que habían recorrido 170 millas desde el día anterior, una buena media teniendo en cuenta que el viento más fuerte no había entrado hasta la madrugada. Preparó después un buen puchero con patatas y carne, aderezado con varios condimentos. Le gustaba cocinar en aquellas condiciones, cuando no tenían la mar de proa.

Se acordaba de cuando había cruzado el Atlántico por segunda vez, hacía más de treinta años, que le tocó cocinar una de las veces ciñendo en medio de una fuerte marejada, nada más y nada menos que unos huevos fritos con chorizo y con la cocina a sotavento. Podía haber acabado friéndose él mismo si cualquier ola le hubiera lanzado contra la sartén. Una locura de juventud, desde luego.

Justo después de comer, pareció que se rompía un poco el techo de nubes y el sol quería asomarse. De hecho, se veía claramente el disco solar a través del vapor de agua. Después de mirar en el almanaque la hora de paso del sol por el meridiano de lugar, Pedro preparó el sextante y subió a cubierta. Comenzó a medir alturas cada poco tiempo para observar si aún estaba subiendo. Solía hacerlo así, un poco antes de la hora prevista de paso del sol por el Sur: medía varias alturas y de este modo podía promediar y observar cuál era la altura máxima. Consiguió obtener una recta y después del cálculo obtuvo una latitud exacta que le permitió corregir la estima. Le daba casi una milla más al sur y probablemente era debido a que habían navegado algo más rápido gracias a las olas y a la corriente. Ese día no pudo observar durante el crepúsculo puesto que se volvió a nublar. Calculaban recalar sobre el amanecer del día siguiente a unas cuantas millas de la isla, que debería de divisarse bien si no había bruma o calima.

Por la noche el viento calmó y quedó una desagradable marejada del norte que les obligó a arrancar el “foque de hierro”. Tenían suficiente combustible porque habían navegado la mayor parte del tiempo a vela. El cielo había despejado y la visibilidad era muy buena. Vieron a lo lejos un par de mercantes que probablemente se dirigían hacia el Puerto de la Luz, en Gran Canaria.

Poco antes del amanecer divisaron el faro que estaba al norte de Fuerteventura y Pedro midió una demora y calculó la distancia al faro con la tabla correspondiente del libro de Tablas Náuticas. De este modo pudo situarse con exactitud y corregir el rumbo. Al tener la isla a la vista podría situarse por demoras simultáneas durante ese día. La recalada había sido muy buena teniendo en cuenta que no habían utilizado el receptor satelitario durante varios días.

Los métodos tradicionales de navegación seguían siendo útiles en el siglo XXI.