Yacía semihundido en el fango de una ría del sur de Inglaterra, abandonado desde hacía años. Su anterior propietario lo desmanteló totalmente de palos y jarcia, instalándole un viejo motor de gasolina perteneciente a una lancha de desembarco de la Segunda Guerra Mundial, y en los últimos años había sido utilizado para transportar carbón desde un puerto de la costa oeste hasta la acería próxima. Como dicha acería había cerrado debido a la crisis de los ochenta, el barco quedó arrumbado en una boya, soportando todo tipo de inclemencias, avenidas del río y temporales, y finalmente una vía de agua lo dejó varado.

En resumen: estaba hecho un desastre y nadie le había prestado la menor atención salvo los grupos de muchachos que se acercaban a la orilla más próxima para arrojarle proyectiles de piedra, mientras se divertían a ver quién le hacía más abolladuras al pobre casco de acero.

Vino una época de brillantez económica y se puso de moda la restauración de viejos barcos. Astilleros del norte de Europa, Italia e incluso España se disputaban  los pudientes clientes deseosos de poseer una de aquellas joyas clásicas que les distinguiera de los demás armadores de barcos de plástico, porque éstos últimos proliferaban como las setas en otoño.

Muchos puertos y clubs exclusivos de todo el Mediterráneo recibían con los brazos abiertos de sus bocanas a los numerosos yates que año tras año recalaban allí con objeto de disputar las prestigiosas regatas organizadas para pasear y enseñar aquellas joyas del diseño. Saint Tropez, Antibes, Portofino, Porto Cervo… Nombres de que nos traen a la imaginación lujosas villas asomadas al mar y, cómo no, grandes yates amarrados en sus carísimos puertos.

Enormes barcos de la antigua clase “J” lucían en sus atraques con cabos adujados a la holandesa y con refuerzos de cuero cosidos ad hoc junto a las guías y gateras. Bronces bruñidos y relucientes, además de maderas cuidadosamente barnizadas o cubiertas de teca pulidas hasta deslumbrar, regalaban a los ojos de cualquier amante de los barcos un bello espectáculo digno de ser vivido.

¿Por qué aquel barco abandonado no podía formar parte de ese exclusivo club de yates restaurados? La respuesta era muy sencilla: hacía falta mucho dinero para restaurarlo. Lo primero de todo sería reflotarlo y hacer una inspección cuidadosa del casco en un buen varadero. Después vendría la búsqueda de todos aquellos pertrechos desmantelados que se desperdigaban por la campiña inglesa o bien adornaban algunas de sus casas. Encontrar las bitas, la rueda del timón, cuadernales, los múltiples herrajes, el palo, la botavara, etc., sería una ardua labor que requeriría de muchos meses de investigación. El palo servía de mástil de señales en un club próximo y a ver quién era el guapo que se peleaba con el comodoro de turno para recuperarlo.

Afortunadamente, la mayoría de los planos de dichos barcos se conservaban en viejos cajones de mesas de diseño de los astilleros que los habían construido, y allí empezó la labor de Pedro una vez que le encargaron la tarea de recabar información sobre la posibilidad de restaurar dicho barco. Pero eso formará parte de otro capítulo…