Recalaron en el cabo Carvoeiro sobre las dos de la madrugada. En ese momento soplaban treinta nudos entablados del norte, que hacían que el timonel tuviera que estar muy atento a las rachas. No había prácticamente mar de fondo, medio metro del norte; sin embargo, la mar de viento aumentaba. Había ya marejada y en la oscuridad se veía la fosforescencia de las crestas de las olas. Afortunadamente, estaba despejado de pesqueros por la proa, salvo una luz roja sobre blanca que se veía bailar entre las olas, pero por la amura de babor.

Pedro decidió tomar un rizo a la mayor. El foque hacía tiempo que lo habían enrollado un par de metros para que no se balanceara tanto. Para poder hacer con más facilidad la maniobra, deberían orzar unos sesenta grados a estribor ya que iban amurados a esa banda. Eso les haría desviarse un poco del rumbo pero tenían bastante anchura de canal como para estar tranquilos. Las luces de Peniche tintineaban alegremente por babor y de vez en cuando se veía el reflejo de las luces de alguna discoteca, probablemente al aire libre. Qué sensación se sentía al estar allí en la mar solos, escuchando solamente el sonido del viento y de las olas y totalmente ajenos al bullicio terrícola. Ese era uno de los placeres de la navegación, observar la civilización pero a la vez estar alejado de ella, con la única preocupación de gobernar el barco de un modo marinero.

Una vez los tres en sus puestos, Pedro orzó a estribor. El foque y la mayor comenzaron a flamear con furia y en ese momento el tripulante que estaba encargado de la driza de la mayor, amolló la driza justamente para que el que estaba en el palo pudiera enganchar el ollao del primer rizo en el cuerno del palo. Cuando acabaron de tesar la driza, procedieron a cazar el amante del rizo para darle tensión a la vela y volvieron al rumbo original. La maniobra salió perfecta. Se notaba que lo habían hecho muchas veces. No era lo mismo ir con gente inexperta a bordo que con unos tripulantes de primera categoría.

El barco ganó en estabilidad y la disminución de velocidad fue casi inapreciable. Una vez el cabo por la aleta de babor, siguieron navegando con rumbo sur-suroeste en demanda del cabo Roca. Probablemente el viento no calmaría hasta el cabo de San Vicente. El viento norte solía soplar con mucha intensidad en esa zona. Comenzaron a ver muchas luces de tope de barcos mercantes que navegaban rumbo a Lisboa y también de los que dejaban el Tajo por la popa para incorporarse al dispositivo de separación de tráfico del cabo Roca, a unas diez millas de la costa.

Sobre las ocho de la mañana estaban al través del cabo Roca y pusieron rumbo sur-sudeste hacia el cabo San Vicente. Si todo iba bien y mantenían esa velocidad, recalarían sobre las diez de la noche. Sentían no hacer una parada en Lisboa, bella ciudad que siempre les había acogido muy bien. Además en Cascais habían construido un buen puerto deportivo y se podía coger el tren hasta el centro de la ciudad. Años atrás, la primera vez que Pedro estuvo allí, habían entrado en una de las muchas dársenas que había en Lisboa ya que la del Club Náutico estaba completa. Había que vigilar mucho la corriente, puesto que las bocas de las dársenas son muy estrechas y si no se tiene cuidado te puedes ver aconchado contra uno de los muelles.

Hicieron el cambio de guardia y Pedro se fue a dormir después de haber desayunado un revuelto de huevos con bacon que hizo él mismo, y un café solo de cafetera italiana, que era la reglamentaria en todo buen barco de vela. Antes comprobó en la carta la posición y le dio el rumbo al timonel. El día se presentaba despejado y el viento entablado.