Pedro maldecía una y otra vez cada vez que una racha de viento tumbaba el barco, obligándole a largar la escota de la mayor contínuamente. Todo había comenzado torcido. Primeramente, el barco no era lo que le había prometido por teléfono su actual propietario. Era un viejo First 42, buen barco pero mal mantenido. El barco lo habían construido en 1981 y había participado en una regata «Vuelta a España» en el año 1983. En su época había sido un barco innovador, pero los años no perdonaban. Si llega a saber ésto, Pedro no hubiera aceptado el trabajo, pero la crisis obligaba a aceptar trabajos «basura».

El armador le había adornado el aspecto del barco con frases como éstas: «el barco está recien pintado«, «lo hemos revisado todo hace poco», «las velas están en buen estado», «todo funciona bien», etc. Dichas frases golpeaban el cerebro de Pedro como las rachas del puñetero viento aquel al palo y a las velas. Pero todo no funcionaba bien, que vá. Nada más hacer la primera revisión al barco, Pedro comprobó que el cuarto de baño de proa no funcionaba, algún winche giraba mal, las escotas eran viejas, los escoteros del foque se atascaban, el timón iba duro… Mal comienzo para una travesía de 360 millas que les esperaba por la costa gallega y por el Cantábrico, y además en pleno mes de noviembre, con un tiempo inestable desde hacía varios días. En ese momento ya se imaginó que si llegaban a Bilbao sin romper nada importante, probablemente sería un milagro.

Llevaban esperando en puerto casi una semana, hasta que se abrió la puerta del buen tiempo, y después de rolar el viento al norte, arrumbaron hacia Finisterre como si les persiguiera el mismo diablo. Motor a pleno rendimiento, dentro de las revoluciones razonables, velas apoyando estilo motovelero, mil ojos para no tener un mal encuentro con la multitud de pesqueros que por esas aguas faenaban y unas cuantas horas de vigilia comprobando aquella luz roja que no cambiaba de posición por estribor, esas otras luces de tope que venían alcanzando por la popa, aquella luz verde por babor que no maniobraba…

Barajaron la costa de la muerte sin mayor problema, salvo que las velas por su edad se estiraban como aquellos chicles «bang-bang» que a Pedro le gustaba masticar cuando era pequeño. No había manera de ajustarlas bien y además estaban muy cuarteadas. Pedro no se quería ni imaginar lo que podría ocurrir si tuvieran que soportar un viento algo duro.

Doblaron la Estaca de Bares cuando ya comenzaba a sentirse un leve viento del sudeste, preludio de la borrasca que se acercaba por el oeste. Era importante que avanzaran lo más rápido posible, ya que Pedro había visto el mapa meteorológico y el dibujo de las isobaras indicaba mucho gradiente en la presión atmosférica, lo cual era sinónimo de que el viento soplaría con fuerza. Para prevenir desagradables sorpresas, tomaron los dos rizos que tenía la mayor y arriaron el génova enrollable para poner en su lugar un tormentín. El tormentín no pertenecía a este barco pero Pedro, que no se fiaba mucho del estado en que estuvieran las velas, le había pedido a un amigo que tenía un barco de eslora similar esa dura y resistente vela, que como suele ocurrir con estas velas que se usan poco, estaba en buen estado. La duda inicial era si la relinga podría envergarse por el canal del perfil del enrollador, pero después de probarlo en Bayona, vieron que encajaba correctamente.

Le hubiera gustado recalar en Luarca o en Cudillero para pasar una noche y cenar bien, pero una experiencia anterior unos años antes, en la que quedó atrapado 3 días en el último puerto nombrado debido a un temporal, le hicieron desistir de esa idea. Dejarían el sabroso bonito encebollado para otra ocasión más tranquila. El barco andaba bien con ese trapo que llevaba, ya que el viento se había entablado en diez nudos constantes, con alguna racha de quince o más nudos en su momento álgido. Lo peor sería cuando rolase al sudoeste, que era el peor viento que existía para navegar por el Cantábrico. Toda la cadena montañosa de la cordillera cantábrica, canalizaba dicho viento haciendo que las rachas fueran extremadamente violentas. Desde que era joven y navegaba haciendo regatas, había aprendido que al viento del sudoeste había que temerlo por la cantidad de averías que producía en los barcos de vela.

Y por fín llegó. Eran las dos de la madrugada cuando después de un rato encalmados, el viento comenzó a soplar del sudoeste. Primero sopló un viento flojo, pero poco a poco fue refrescando hasta entablarse en veinte nudos, con rachas que alcanzaban entre treinta y cuarenta nudos. La mayor, como era de esperar, se rifó al llegar la segunda racha y hubo que arriarla y aferrarla con matafiones a la botavara. No obstante, el tormentín tiraba del barco a siete nudos sostenidos, aunque cuando había un recalmón, la velocidad disminuía bastante y quedaban casi aboyados.

Al amanecer doblaban el cabo Mayor, y daban rumbo al cabo de Ajo. En ese bordo, con el viento más cerrado, tuvieron que cazar más las escotas. La mar de fondo del noroeste era ya importante y calculaban que habría unos cuatro metros de ola. Ni pensar en entrar en Santander. Pedro sabía que la mar arbolaba mucho entre la isla de Mouro y la península de La Magdalena. Recordaba algunas regatas en Santander, en el mes de abril de 1990, surfeando las olas que amenazaban con romper y con la incertidumbre de que alguna les volcara. Ya era mayor y no quería correr riesgos innecesarios. Las sensaciones fuertes era mejor dejarlas para las nuevas generaciones.

El peor tramo lo pasaron cuando navegaban entre el cabo de Ajo y Punta Lucero. Allí las rachas de viento fueron muy violentas, sobre todo al pasar a la altura de Oriñón y de la playa de La Arena, que era donde con más violencia soplaba el viento del sudoeste. Como iban solamente con el tormentín, el barco aguantaba bien, pero también tenía tendencia a arribar, al tener el centro vélico un poco adelantado por la falta de la vela mayor.

Al atardecer dejaban al través de estribor la luz verde de entrada al puerto de Bilbao. El balance de averías no era excesivamente grave, teniendo en cuenta el estado del barco y la intensidad del viento soportado: la mayor rifada, un escotero doblado y una escota de foque rota. Por lo demás, Pedro deseaba que al barco le hicieran un recorrido a fondo y no se limitaran a «maquillarle» el aspecto exterior.