Amanecía y aún faltaban unas cuantas millas para recalar en la costa. Durante la semana que había durado la travesía desde las islas Azores, Pedro escuchaba inquieto las noticias a través de Radio Exterior de España en su fiable receptor de radio multibanda. El receptor lo había adquirido en uno de sus viajes, concretamente en los Estados Unidos. Era una reliquia en los tiempos que corrían y ya empezaba a mostrar signos de vejez. Algunas frecuencias no se sintonizaban bien, y varios elementos metálicos presentaban manchas de óxido. No importaba, había cumplido con creces su excelente función.

El asunto era que un virus se había introducido desde la China en toda Europa, y España era uno de los países más afectados por el mismo. Esperaban recalar en el Cabo de San Vicente sobre las cinco de la tarde y ahí intentaría llamar por el teléfono móvil a algún familiar suyo. Cuando zarparon del puerto de Horta, aún no había comenzado el confinamiento en los domicilios pero por las noticias que habían recibido con la radio, la cosa se estaba poniendo complicada. Nadie más que los servicios imprescindibles estaban autorizados a salir de sus domicilios y veía difícil que incluso les dejaran abandonar el barco.

Todo los planes estaban anulados: la travesía por el Mediterráneo para la que había sido contratado durante el mes de junio, la regata de grandes barcos clásicos en julio por la costa de Cerdeña, y así un largo etcétera. Quizá para el mes de agosto se pudiera hacer algo pero la temporada estaba muy tocada con las restricciones. Incluso se planteó recalar en algún puerto africano para poder desembarcar a tierra, pero quién podía asegurarle cuánto tardaría en llegar la epidemia por allí. Por otro lado, los otros dos tripulantes que le acompañaban y él mismo estaban libres de cualquier infección. Habían partido sanos desde las Azores y ya se sabe que en la mar no hay bichos en el aire. Como mucho puedes sufrir alguna intoxicación alimentaria pero para eso estaban bastante inmunizados. Eran estómagos agradecidos y los guisos que Pedro cocinaba en la baqueteada olla express no duraban un asalto. Incluso rebañaban con pan los restos de salsa que quedaban adheridos a la misma.

Cerca de las cinco de la tarde comenzaron a divisar la parte superior del cabo de San Vicente, aunque aún estaban a dieciocho millas de allí. Pedro recordó la primera vez que recaló en ese cabo, siendo aún un lego tripulante en un barco que daba la vuelta a España. Su imponente acantilado hacía sentirse pequeño a cualquiera. Imaginábase un fuerte temporal con aquella costa a sotavento y ese pensamiento le ponía los pelos como escarpias. Aquella vez el patrón del barco lo había definido como el ejemplo de cabo. Era una esquina plantada en el extremo sudoeste de la Península Ibérica. Posteriormente, en más de una ocasión había tenido que ceñir el viento norte portugués, que allí sopla con mucha fuerza, cuando llevaba algún barco rumbo al Cantábrico.

Intentó varias veces hacer la llamada por el teléfono celular pero la conexión no acababa de efectuarse. No obstante, una hora más tarde ya tenía plena cobertura. Primero llamó a un familiar cercano que le puso al día de la situación en su ciudad y le tranquilizó puesto que nadie de la familia ni de los amigos cercanos estaba afectado por el virus. Después contactó con el puerto de Mallorca y le avisaron que probablemente tendrían que quedarse confinados en el barco hasta que finalizase la alerta. A esas alturas habían habilitado por todo el país hoteles para las personas que no podían regresar a sus domicilios.

Esta idea les contrarió mucho a todos pero por otro lado la comprendieron, e incluso vieron la ventaja de poder tomarse unos días para poder arranchar el barco y limpiarlo a fondo ya que no les iba a quedar más remedio que permanecer en él. Cuántas veces le había ocurrido a Pedro llegar de una larga travesía y tener que ir varias veces al barco para limpiarlo, ordenarlo y sacar toda la comida que tenía para dejarlo arranchado. Esta vez apurarían los excelentes víveres de los cuales habían hecho acopio en las islas Azores. Incluso tenían alguna caja de buen vino portugués para acompañar las comidas que harían en puerto. Además disponían de una bien surtida biblioteca con volúmenes de Conrad, Patrick O’Brian y Luis De La Sierra, lecturas a las que era muy aficionado Pedro y que le habían acompañado durante muchas de sus travesías.

Nunca mejor dicho en esta ocasión: pondrían buena cara al mal tiempo.