Pedro estaba negro. A través del Vhf no dejaban de recibir mensajes de seguridad cada media hora. La borrasca galopaba hacia el Este por el Atlántico y no pararía hasta haber dejado atrás al Golfo de Vizcaya.

El patrón dormía la mona en su camarote sin importarle un ardite lo que pudiera ocurrir sobre cubierta. Menos mal que entre Pedro y el otro jefe de guardia el barco estaba bien gobernado, porque si por el patrón fuese, el barco habría espantado los moluscos de alguna de las costas rocosas que habían dejado por la popa.

“Noroeste fuerza seis arreciando progresivamente hasta fuerza nueve. Mar gruesa aumentando a muy gruesa y finalmente a mar arbolada”. Si no fuera porque Pedro tenía poco pelo, sus escasos mechones se le habrían puesto como escarpias.

La aguja del barómetro casi tocaba el suelo de la cabina por la bajada que había registrado desde la noche anterior. Después de la abundante cena, regada con el vino que habían embarcado en el último puerto de escala, el patron se echó unos cuantos whiskys al coleto, lo que le produjo un profundo sueño del que seria imposible despertarle para tomar una decisión rápida.

Daban las siete en el reloj de bitácora y Pedro tomó una decisión por su cuenta y riesgo. Le importaba poco lo que le dijera el viejo. Antes le preocupaba salvar las vidas de la tripulación y aquel vetusto pero noble casco que les había transportado desde el Mediterráneo hasta las frías aguas del Cantábrico. Arribarían en el siguiente puerto y una vez bien amarrado el barco, desembarcaría y mandaría al diablo todo aquello. Gracias a que había cobrado gran parte del sueldo unos días antes. La temporada de charter fue buena y por unos cochinos euros que le restaban por percibir, no iba a jugarse el pellejo. Tenía más conchas que un galápago y la suficiente experiencia como para saber que aquello se aproximaría bastante a la “tormenta perfecta”.

Bajó a la mesa de derrota y desplegó una gran carta del Instituto Hidrográfico. Era antigua pero él conocía aquella agreste costa como la palma de su mano. No obstante, se preocupó de actualizar el valor de la declinación magnética puesto que la carta tenía varios años. También escogió del estante el volumen del derrotero numero uno y buscó hasta encontrar la pagina que le interesaba. Leyó con el estomago encogido lo siguiente: “la abundancia de los fondos de piedra y las desigualdades que se notan, son causa de que la mar arbole y a veces rompa irregularmente. Además, la ensenada se encuentra rodeada de una serie de peligrosos bajos de piedra que producen grandes rompientes con mar gruesa, haciendo muy difícil la entrada de cualquier buque…”. Con esa descripción, descartaba claramente aquel refugio.

Tras pasar varias paginas del libro, encontró otra que le convenció un poco más: “abierto al ENE ofrece buen abrigo para los vientos atemporalados del tercer y cuarto cuadrante. Presta gran abrigo con galerna, por lo que el buque que se vea comprometido en las proximidades de la concha, deberá tomarla”.

Estaba decidido y pondrían rumbo a aquel puerto. Obtuvo el rumbo con el transportador de ángulos y lo cotejó con el Gps, introduciendo un waypoint en la carta electrónica. “Uno-seis-cinco” gritó al timonel a través del tambucho medio cerrado. El barco orzó a estribor y aumento su escora.

El viento comenzaba a refrescar y también decidió tomar un rizo y dar la trinqueta de viento. Había sufrido muchas galernas en aquella costa y sabía a lo que se exponía no actuando con decisión en aquellas circunstancias. Se puso la chaqueta del traje de aguas y tomó la cincha del arnés de la barra de la escala. Subió a cubierta y una bofetada de viento frío le azotó en todo el rostro.

Una vez ajustado el aparejo al nuevo rumbo, bajó a preparar el desayuno: café soluble con leche, huevos cocidos y galletas. No estaba el tiempo para preparar otra comida más sofisticada. Además la mar comenzaba a crecer. Calculó que a la velocidad que marchaban podrían recalar en el cabo antes que anocheciera.

El viejo ni se enteró del cambio de rumbo. Sus piernas colgaban fláccidas de la litera de barlovento y seguía roncando como si aquello no fuera con él. Pedro pensó que así era mejor. Todo se haría a hechos consumados y cuando desembarcara en puerto y el otro comenzara a protestar como un energúmeno, él estaría ya lejos de allí…