Pedro entró en la tienda de efectos navales que le había recomendado un amigo. Entre cabos de diversos tipos, poleas, grilletes, cadenas de fondeo y un sinfín de respetos para los barcos, no estaba lo que él buscaba.

Preguntó al encargado, un hombre de mediana edad con aspecto de desaliñado pero amable, y éste le contó que recientemente había vendido el último que le quedaba en stock y que era difícil que le suministrasen más compases de este tipo porque la empresa que los fabricaba había cerrado recientemente, víctima de la última crisis económica. De todos modos, le facilitó a Pedro el teléfono de una persona que quizá podría tener alguno porque se dedicaba a comprar objetos antiguos de barcos para decoración. Recientemente había adquirido un viejo telégrafo de máquinas que había pertenecido a un vapor de primeros del siglo veinte y después de un arduo trabajo lo había restaurado totalmente, sacándole el brillo original del bronce que el aparato había perdido debido el paso del tiempo.

“A ver si hay suerte” pensó Pedro. Necesitaba hacerse con un compás porque el que tenía instalado en el techo de su camarote se había roto totalmente al hacer una reparación en el motor. El mecánico le soltó un porrazo con una maza, al levantar el brazo sin mirar, que lo hizo trizas. No servía ni para guardarlo de recuerdo, e iba a costar más repararlo que comprar uno nuevo.

En sus navegaciones solitarias necesitaba mirarlo de vez en cuando mientras descansaba tumbado en la litera, para saber si el barco había virado por algún motivo. Los compases soplones también iban instalados en el camarote del “viejo” en los antiguos barcos de vela. En esos grandes barcos de vela había que vigilar mucho el rumbo porque los timoneles podían quedarse dormidos con el riesgo de poner en facha al barco o trasluchar involuntariamente y producir graves averías al aparejo.

Llamó al teléfono que le había proporcionado el dependiente de la tienda y localizó a la persona. Se llamaba Jose Mari, era poco hablador, y tenía un pequeño taller de restauración en la parte vieja del puerto. Pedro se dirigió hacia allí mientras observaba los pesqueros amarrados en el puerto, con las amarras gimiendo al tensarse y aflojarse con el movimiento de la resaca. Fuera había mar de fondo y dentro del puerto se hacía notar.

Cuando llegó al número que le habían indicado, buscó pero no había ningún cartel. No obstante, había un portón de garaje y tocó con los nudillos. Le abrió Jose Mari en persona. Pasó al interior del taller, donde había multitud de objetos navales, algunos restaurados y otros aún estropeados y esperando ser reparados. Le llamó la atención la maqueta de una embarcación de vela de tres palos, similar a las goletas bacaladeras de Gloucester, con los cabos de la jarcia desparramados por la cubierta. El casco estaba muy bien hecho y se veía que Jose Mari cuidaba los detalles: gateras y portillos de bronce, enjaretados de madera, lumbreras con barras y cristales, poleas de tamaño minúsculo con sus propias roldanas y un sinfín de detalles más que indicaban que este hombre trabajaba bien.

Pedro le preguntó por el compás soplón y Jose Mari enseguida se lo mostró. Estaba nuevo y lo había adquirido porque se lo habían encargado en un bar que estaban decorando con motivos marineros. Como el mortero del compás era de bronce y las cifras de la rosa tenían una grafía clásica, cuadraba perfectamente con el tipo de decoración que quería el propietario del local. La idea era encajarlo en un plafón del techo del bar.

Pedro tendría que negociar si quería llevárselo. Hablaron de precios y estuvieron regateando un largo rato pero no llegaron a ningún acuerdo. Jose Mari pedía mucho por el compás y Pedro no estaba dispuesto a desembolsar esa cantidad. Después de barajar varias alternativas, se le ocurrió una idea: podría traerle el compás que estaba roto y convenir un precio por el cambio y alguna cantidad más de dinero. Al fin y al cabo, si al compás roto se le ponía un nuevo cristal y se apañaba un poco la rosa, enderezándola, podría resultar un buen elemento decorativo. El hecho de que los imanes estuvieran doblados y sueltos no tenía importancia porque para el fin que iba a dársele no era necesario que marcase el rumbo correctamente. Dentro del bar nadie necesitaba saber exactamente dónde estaba el Norte, puesto que en ese tipo de establecimientos, se solía perder enseguida.

Al día siguiente Pedro desmontó de su camarote el compás roto y se lo llevo a Jose Mari al taller. Una vez examinado, éste decidió que merecía la pena arreglarlo. Pedro se llevó una gran alegría, el compás nuevo a cambio del viejo, y todo ello por una cantidad de dinero razonable que negociaron entre los dos. Lo instaló en su barco y tuvo la precaución de cubrirlo con un enrejado de latón que podía quitarse con facilidad. De este modo lo protegería de un nuevo golpe como el que le había infligido el mecánico mientras reparaba el motor.