¡Arriba la mayor! Mientras un tripulante cobraba de la driza que Pedro iba halando, el patrón mantenía al barco aproado al viento. Después de unos segundos el grátil de la vela se tensó y el puño de driza llegó a su punto más alto. El tripulante que estaba en la mordaza de la mayor la cerró y después de dar unas vueltas al winche con la driza y afirmarla en el auto-mordiente, templó con la manivela la driza hasta darle la tensión adecuada para la intensidad de viento que soplaba en aquel momento.

Unos minutos más tarde, repetían la misma operación con el foque. Era un foque con mosquetones en el grátil, ya que en ese barco no había enrollador para esa vela. Comenzaban una travesía con rumbo hacia el Oeste, una derrota varias veces navegada por nuestro protagonista desde hacía varios años. Normalmente, al llegar el verano siempre había algún armador que quería trasladar su barco al Mediterráneo para disfrutar de su clima, más benigno que el del Cantábrico. Como otras veces, Pedro había preparado minuciosamente la derrota en su casa, desplegando todas y cada una de las cartas de las que disponía siempre para sus travesías. Más de una vez le había ocurrido en algún barco que le faltaba alguna, y debido a que el diablo nunca duerme, siempre solía ser la más necesaria en ese momento. Esto le había supuesto una buena inversión, pero la tranquilidad que le producía, le compensaba todo el esfuerzo pecuniario empleado.

Otro instrumento de navegación del que nunca se desprendía era su fiable compás de demoras. A pesar del sistema de navegación por satélite y de las cartas electrónicas que tenían todos los barcos, él siempre consideraba que nunca estaba de más llevarlo por si acaso. En una ocasión en la que navegaba hacia Lisboa, justamente se estropeó la antena del Gps al doblar el cabo Roca. Tuvieron que recalar de noche en la canal norte de la entrada al estuario del Tajo. Gracias al compás de demoras pudo situarse cada diez minutos en la carta náutica y embocaron el río sin problemas, librando los bancos de arena que por allí abundan. Además, Pedro consideraba que había dos cosas en la navegación que nunca debían olvidarse: la navegación por estima y la situación por dos líneas de posición simultáneas.

La travesía seguía, y doblaron varios cabos sin novedad. Siempre que podían navegaban a vela, normalmente durante el día, que era cuando soplaba el viento noreste. Al caer la noche, el viento amainaba y no quedaba más remedio que utilizar el «foque de hierro», que era como coloquialmente llamaban al motor. Ocasionalmente aparecía el viento terral, con olor a campo y a vaca norteña, pero muchas veces era tan flojo que ni siquiera servía para hinchar las velas. Si no utilizaban el motor, no llegarían a tiempo para la fecha prevista. Había que tener en cuenta que aunque habían partido con un parte magnífico (el anticiclón de las Azores extendiendo una dorsal sobre el Cantábrico), siempre podría aparecer el temido viento de poniente, que les obligaría a dar bordadas de ceñida mientras navegaran por esa costa.

Recalaron en el puerto de Viveiro para repostar combustible y pasar una noche amarrados en sus tranquilos pantalanes. Además, se agradecía una buena ducha de agua caliente. Aún en esa época hacía frío en el Cantábrico. Aprovecharon también para regalarse con un buen homenaje a base de marisco y vino de Albariño en uno de sus restaurantes. La costa gallega comenzaba y había que navegar con precaución. Los numerosos pesqueros y los abundantes bajos les advertían que no podrían bajar la guardia hasta que barajaran la costa de la muerte y doblaran el temido cabo de Finisterre.

Al día siguiente doblaron la Estaca de Bares con buen tiempo y con viento del noreste. Aparejaron el tangón en el foque, poniendo «orejas de burro». Con este aparejo navegaron rápidamente todo el día, hasta que al atardecer amainó el viento y entró una niebla tan densa que no se veía la proa del barco. Como no llevaban radar, hicieron las señales de niebla reglamentarias con la bocina de mano, aunque con pocas esperanzas de ser oídos por algún buque grande. Pedro recomendó que se pusieran los chalecos salvavidas ante el riesgo de abordaje que existía. No obstante, confiaban en el reflector de radar que llevaban en lo alto del palo. Navegaron a motor con poca máquina para estar muy atentos a cualquier sonido de otro barco. Es curioso cómo se propaga el sonido en el mar y también cómo la niebla dificulta adivinar la distancia a la que se tiene visibilidad.

Antes de que despuntara el alba se disipó la niebla y se llevaron la sorpresa de estar rodeados de pesqueros de bajura. Era un espectáculo observar la multitud de luces que llevaban encendidas. El resplandor que producían con esas luces ocultaba toda visibilidad alrededor de ellos. Al mediodía tenían al través de babor el faro de Finisterre, desde donde arrumbaron a la ría de Muros, su destino final.