Las velas gualdrapeaban perezosamente al compás de la casi inapreciable mar de fondo. El terral había amainado hacía un rato después de haber impulsado al barco durante cuatro horas a buena velocidad. Habían avanzado casi veinticinco millas hacia el Este y era una buena distancia recorrida porque seguramente en unas horas estarían navegando de bolina con el previsto viento del nordeste.

Pedro preparó unos bocadillos de bonito y otros con anchoas de lata del Cantábrico. Como les quedaba pan del día anterior y éste era consistente, les daría energías para aguantar hasta la hora de comer. También descorchó una botella de tinto de Rioja, del cual iba bien provista la bodega del barco. En previsión de la escora que tendrían luego, habían preparado unas patatas a la riojana en la olla a presión y ahora reposaban dentro del recipiente, bien trincado para que no se cayera con los balances.

El timonel a duras penas podía mantener el rumbo ya que la proa iba recorriendo caprichosamente todos los grados de la aguja náutica. Decidieron trincar el timón hasta que saltara la virazón.

Después de un buen rato en esa situación, la mar comenzó a rizarse levemente con una ligera brisa que ahora venía del nor-nordeste. Las velas flamearon y el timonel destrincó el timón para poner el barco a rumbo. Decidieron hacer el primer bordo hacia el mar un buen rato hasta que se entablara el viento definitivamente.

El viento fue poco a poco refrescando y en vez de llevar aparejados todos los foques, dejaron solamente el foque y la trinquetilla. La cangreja no la redujeron, aunque tenían preparadas las fajas de rizos por si acaso. No querían forzar demasiado el aparejo porque tenían que llegar sin averías al puerto. El barco navegaba muy bien, aunque con un ángulo muy abierto respecto del viento. El rumbo no era bueno pero querían ganar espacio hacia el mar. Las primeras ropas de agua aparecieron en cubierta porque las salpicaduras de las olas que la proa cortaba, llegaban hasta la popa.

Después de un par de horas navegando de esa guisa, viraron hacia tierra. Se habían alejado bastante y el perfil de la costa se veía vagamente debido a la bruma. Las montañas les servían de referencia para reconocer la tierra y Pedro buscó dos puntos conspicuos para obtener una situación observada por demoras simultáneas. El punto de corte de las dos líneas les situó a doce millas de tierra pero ahora el rumbo les acercaba más hacia el puerto de destino. Aprovecharon para comer, relevándose en el timón. Las patatas estaban deliciosas porque la salsa había cogido cuerpo en la olla. El barco navegaba muy bien porque a ese rumbo las olas venían con un ángulo más cómodo. La corredera no bajaba de los siete nudos. De pronto se escuchó como un cañonazo y el foque comenzó a flamear violentamente. Se había roto la escota y tuvieron que acuartelar el foque hasta que pudieron sustituirla por otra. El motivo era que los cabos estaban viejos y en algunos puntos muy desgastados. No era una avería grave. Peor hubiera sido rifar alguna vela.

A la hora del crepúsculo vespertino se hallaban a dos millas de costa y el viento comenzaba a amainar. Habían navegado bien pero tendrían que esperar a que saltara de nuevo el terral y tendrían un periodo de calma. Calculaban llegar sobre las cuatro de la mañana, si todo iba bien, y dejar el barco atracado en el pantalán asignado por el marinero de guardia del puerto.

El sol se puso y la noche se presentó estrellada, húmeda y fría. El rocío comenzó a mojar de nuevo la cubierta y las velas. El viento había calmado y las velas de nuevo gualdrapeaban. Encendieron el farol tricolor del tope del palo. A lo lejos se veían los pantallazos del faro donde tenían que recalar. Tenía mucho alcance porque estaba situado en un punto muy elevado. Daba tres destellos de luz blanca cada ocho segundos.

Cenaron un poco de embutido y queso. También hicieron café y té para los que entraban de guardia. Hasta que saltara de nuevo el terral habría que esperar y el motor lo querían reservar para la maniobra de atraque por si acaso. Pedro escuchó la voz monótona del operario que emitía el parte meteorológico a través del radioteléfono de Vhf: “viento flojo de dirección variable. Brumas y bancos de niebla matinales. Marejadilla tendiendo a marejada al mediodía. Mar de fondo del Norte inferior a medio metro…” Daba igual que el parte fuera de fuerza ocho o de fuerza uno, la voz siempre sonaría igual, sin tono ni énfasis alguno. El anticiclón de las Azores gobernaba en aquella época del año y esas eran las condiciones esperadas. Se echó a dormir un rato y le dijo al jefe de guardia que le despertara cuando entrase el viento.

No hizo falta despertarle porque cuando oyó carreras sobre cubierta y sintió el traqueteo de las escotas, se asomó por el tambucho. El terral había hecho su aparición y el barco navegaba a rumbo directo hacia el faro a todo trapo. Habían dado los dos foques y navegaban a un descuartelar a ocho nudos. Además, cada vez que pasaban a la altura de la boca de una ría, había alguna racha más fuerte de viento que les obligaba a amollar la escota de la mayor.

A las tres y media entraban en la bahía a todo trapo. Pedro llamó por la radio al marinero de guardia, que les esperaba en el pantalán para ayudarles a atracar. Como dentro del puerto la mar estaba como un plato y no soplaba casi viento, después de varios intentos fallidos consiguieron arrancar el viejo motor y arriaron de proa a popa todas las velas. Prepararon las estachas y las defensas y atracaron sin novedad.

El barco comenzaba su nueva vida como barco-museo y probablemente nunca jamás volvería a cortar las olas con su vieja roda.