Habían alquilado el barco después de rebuscar por varias páginas web. La temporada estaba avanzada y no tuvieron más remedio que elegir aquella compañía. Ofrecía muy buen precio aunque la flota parecía envejecida. Eran barcos antiguos y no tenían nada que ver con los barcos de las flamantes flotas de chárter que se anunciaban en todos los medios especializados. El único barco disponible era un barco de acero con bañera central. El patrón era un italiano que atendía por el mote de “Corso”.

Nadie sabía por qué pero parece ser que tenía un pasado un poco turbio y las malas lenguas decían que tuvo que huir a toda máquina de un puerto, abandonando las amarras en el muelle porque le perseguía una colla de estibadores con ganas de zurrarle la badana. De todos modos, su aspecto seráfico desmentía todo parecido con el sambenito que llevaba a cuestas.

Se encontraron con él en una taberna de la marina a las diez de la mañana. Corso apuraba un vaso de leche y les recibió con una sonrisa franca y una voz agradable. Les preguntó si deseaban tomar algo y ante la negativa amable de todos ellos, abonó su consumición y les invitó a seguirle hasta el barco.

A decir verdad, el barco estaba impecablemente limpio y las amarras estaban adujadas a la holandesa sobre cubierta. Subieron a bordo descalzándose y dejando sus zapatos en una cesta que había al inicio de la plancha.

Corso iba estibando el equipaje de los pasajeros en cada camarote. Había tres camarotes dobles y él dormía en una conejera que, como en todo barco antiguo, estaba situada junto a la mesa de derrota. Sobre la mesa se podían ver varios aparatos de navegación: un Gps, un radar y un radiogoniómetro que Corso había adquirido en un desguace pero que funcionaba perfectamente. En más de una ocasión lo había utilizado en niebla cerrada, captando los radiofaros que aún emitían sus señales en morse, para obtener radio-demoras. Además había un radioteléfono de Vhf marca “Sailor” que tenía muchos años pero que no había fallado nunca.

Les ofreció un aperitivo a base de frutos secos y bebidas refrescantes. En contra de lo que pensaba la gente, Corso nunca bebía alcohol a bordo de los barcos bajo su mando. Era una norma aprendida durante su época de alumno a bordo de los mercantes. Había tenido malas experiencias con oficiales que no se separaban de sus botellas y en más de una ocasión tuvo que tomar decisiones que no le correspondían a él para no abordar a otros barcos.

Largaron amarras a las 12:00, rumbo a Menorca. Eran unas cien millas y esperaban recalar al amanecer en una de las maravillosas calas de la costa sur. Querían aprovechar a fondo la semana para dar la vuelta a la isla, y además la previsión meteorológica era buena. No obstante, se preveía algo de marejada para esa misma noche en el canal de Menorca. Había estado soplando duro la Tramontana durante varios días y aunque había amainado, quedaba “mar vieja” con la ola corta del Mediterráneo que alegraba a los estómagos más tristes.

Cenaron unas patatas a la riojana que les preparó Corso con habilidad profesional. No todos comieron porque algunos comenzaban a presentar los síntomas típicos del mareo: tez blanquecina, desgana, cara de asco… No importaba, el chorizo ayudaba a hacer la digestión y en caso de tener que soltar lastre era mejor tener el estómago lleno que vacío.

Les instruyó al respecto recordándoles que todo líquido que se arrojara por la borda debía dirigirse hacia sotavento. Solamente los que habían doblado los tres cabos tenían derecho a miccionar hacia barlovento, y lo más que habían navegado los clientes era por el parque del Retiro o por las atracciones acuáticas de los partes temáticos que tanto abundaban.

Corso no dormía cuando hacía esa travesía con pasajeros. Estaba acostumbrado a no hacerlo, y la noche anterior había aprovechado todo lo posible para dormir. Como era previsor, había llenado dos termos de café de un litro antes de largar amarras. De este modo no tendría que abandonar la cubierta tan a menudo.

Coincidiendo con el cambio a la guardia de prima, comenzó el baile con la ola de través. Afortunadamente, el barco navegaba rápido con una brisa moderada del sudoeste que aminoraba ligeramente los balances gracias a la presión del viento sobre las velas. No obstante, tres de los pasajeros asomaban sus cabezas  bajo los pasamanos, mientras daban de comer a los peces. Corso les recomendó que bebieran un poco de cocacola y eso les hizo bien aunque no quisieron bajar a la cabina para acostarse. El resto dormían como benditos. Ya se sabe que el mal de mar afecta de diferente manera a unos que a otros.

Amanecía y ya se divisaba el faro de cabo Nati. Arrumbaron ligeramente hacia el sudeste y Corso se felicitó de la travesía tan rápida que habían hecho. El viento amainó ligeramente y tuvieron que arrancar el motor para recalar en la costa. A las 09:00 daban fondo en una cala de aguas cristalinas y Corso inauguraba la temporada lánzandose al agua mientras los pasajeros iban recuperándose del mareo sufrido aquella noche.