Acabaron de hacer combustible en el puerto de Portosín, en la ría de Muros. Permanecieron allí un día entero haciendo alguna reparación sin importancia y además aprovecharon para lavar la ropa y aprovisionarse de comestibles y de consumos. El depósito de gasóleo estaba a tope y había una leve brisa del norte, que seguramente se incrementaría a lo largo de la costa portuguesa. Su próximo puerto de destino era Rota, en Cadiz. A Pedro le gustaba mucho ese puerto desde que lo había descubierto. Antaño solía recalar en El Puerto De Santa María, pero la lejanía desde el puerto deportivo hasta el pueblo era excesiva para ir andando, y obligaba a tomar un taxi para desplazarse. Además, el puerto de Rota estaba junto al pueblo del mismo nombre y era muy agradable y pintoresco.

Arrumbaron hacia la boca de la ría y pusieron rumbo sudoeste, bien lejos de los bajos del cabo Corrubedo. Era ya mediodía y Pedro se ofreció a cocinar una porrusalda. Era una comida fácil de hacer, a base de puerros, patatas y zanahorias. Con la olla a presión cerrada no había riesgo de derramar el contenido por el plan de la cabina. El barco se comenzaba a balancear a medida que iban perdiendo el resguardo del cabo de Finisterre. Soplaba un viento norte, el denominado “alisio portugués” porque predominaba en la costa portuguesa siempre que hacía buen tiempo, y teóricamente les acompañaría hasta el mismo cabo de San Vicente, en extremo sur de Portugal.

Una vez librado Corrubedo arrumbaron al sur-sudoeste para pasar al oeste de las islas Berlengas. El día transcurrió sin novedad, volviendo a adaptarse al movimiento del barco. Es curioso cómo el organismo humano se puede habituar tan bien a los ruidos, movimientos, humedad y demás incomodidades que coexisten en un barco. Claro, todo esto después de permanecer durante unos días a bordo. Al principio de las travesías el cuerpo no suele estar acostumbrado y cuesta hacerse al barco.

Llegó la puesta de sol bastante tarde, sobre las once de la noche. Hay que tener en cuenta que estaban en el huso que corresponde a una hora menos respecto del meridiano de Greenwich, y con el adelanto de verano estaba la luz descompensada con la hora del reloj de bitácora. No obstante, se agradecía que la noche fuera a ser corta porque las guardias nocturnas siempre suponen un gran esfuerzo al tener que luchar contra el sueño. Eso era lo que peor llevaba Pedro. No le importaba madrugar en absoluto pero al llegar la noche muchas veces le vencía el sueño y se hubiera puesto palillos en los párpados más de una vez para sujetarlos y que no se le cerraran… De todos modos la noche que empezaba a asomar prometía un cielo estrellado y buena visibilidad. La ola comenzaba a alargarse y favorecía el planeo del casco ligeramente. El barco era rápido, de 13,50 metros de eslora. Aunque era un barco de crucero-regata, realmente andaba mucho y era muy noble en sus reacciones al timón. Pedro había recorrido muchas millas en él desde que lo trajeron de Inglaterra siete años atrás. Nunca le había dado un susto, como por ejemplo orzadas o arribadas violentas. De todos modos también consideraba que un barco hay que “domarlo” como a un caballo, es decir, él no puede notar que flaqueas porque en otro caso te la juega. Ya escribió algo parecido Joseph Conrad en uno de los libros favoritos de Pedro: “El espejo del mar”.

Se distribuyeron las guardias, de tres horas cada una, comenzando a las 2200. Como iban cinco tripulantes, harían las guardias de dos tripulantes cada una, salvo la de Pedro que era el que más experiencia tenía y se conocía el barco de quilla a perilla. Él la haría solo y si era necesario maniobrar, avisaría a la siguiente guardia. Le tocaba entrar a las 0100 y por lo tanto, después de desear una buena guardia a los de cubierta, entró en la cabina y anotó la situación del barco en la carta náutica y en el cuaderno de bitácora. Además también anotó el valor de la presión atmosférica y la lectura de la corredera. Era una costumbre que había aprendido en otros barcos y lo consideraba fundamental para tener siempre una situación marcada en la carta y poder calcular la estimada en cualquier momento. En cada cambio de guardia, debían hacerlo.

La noche fue tranquila, salvo algún pesquero que vieron en la guardia anterior, pero lejos de ellos. También divisaron varios mercantes arrumbados hacia el sur-sudeste, probablemente hacia Oporto, o más bien hacia Leixoes, su puerto comercial. Hacía unos años Pedro había arribado a ese puerto con una mar excepcional, después de haber pasado una noche de perros con un medio-temporal del sudoeste que les sorprendió después de haber salido del puerto de Sines. Uno de los tripulantes, concretamente el propietario de la embarcación, tuvo que desembarcar debido al malestar producido por el fuerte mareo que sufrió.

Al entrar de guardia, Pedro se preparó un té azucarado. Era una costumbre que tenía hacía tiempo ya que el té le despertaba y además le quitaba la sed. Disfrutaba dando pequeños sorbos a la taza, mientras la vista se le iba acostumbrando poco a poco a la oscuridad que le rodeaba.

(Continuará)