Pedro era un navegante atípico en los tiempos que corrían. Tenía una gran experiencia en navegación ya que había pisado las cubiertas de muchos barcos y navegado las millas suficientes como para haber dado dos vueltas y media al mundo.

Ocurría que en el club donde atracaba su embarcación de madera, era considerado como un «asilvestrado». No frecuentaba la zona social, salvo para tomarse algún refresco cuando apretaba la canícula, y además se pasaba gran parte del día pisando las tablas de los pantalanes. Le gustaba recorrerlos en sus ratos libres, meditando y opinando por sus adentros sobre tal o cual barco: «este barco necesitaría un poco más de barniz en el trancanil», «aquel barco, si fuera mío, tendría los bronces bien pulidos», «vaya manera de adujar las escotas…». En fín, los comentarios propios de una persona que amaba los barcos y que le gustaba tratarlos bien, ya que aunque fueran objetos, los barcos tenían «alma propia», como había leído una vez en uno de sus libros favoritos de Conrad.

En él primaba el principio de que «a la mar hay que respetarla, no temerla». Había visto infinidad de casos en los cuales muchos navegantes recién llegados a este mundo, trataban al mar con desprecio, como si a ellos nunca les fuera a ocurrir nada y los barcos fueran infalibles. «Pobres ignorantes» pensaba él. Lo malo es que como solía decir, la mayoría de las desgracias solían ocurrirles a tipos como él, que solían tener todo metódicamente calculado, no a otros que navegaban por el mar como si condujeran un coche amarillo y tuneado por la autovía correspondiente. Por ejemplo, le ponía enfermo cuando escuchaba a alguien decir: «las cartas de papel no sirven para nada, es mucho mejor instalar la electrónica XPHJP con la cartografía tal o cual. Además tengo mi aifon que tiene nosecual aplicación que bla, bla, bla…..». El se reía, ya que ante estos advenedizos solía plantearles siempre la misma pregunta: «cuando te quedes varado en un bajo, ¿tendrás alguna aplicación que te saque de allí?….» Además le gustaba consultar los derroteros del Instituto Hidrográfico de la Marina ya que proporcionaban los datos que a él le interesaban: meteorología de la zona, vistas de la costa para poder reconocerla, descripciones detalladas para poder embocar con seguridad tal o cual ría, dónde hacer combustible, dónde fondear, etc. Lo malo es que a la mayoría de los anteriores no les gustaba leer y ante esa circunstancia no merecía la pena argumentarles nada más, ya que no les iba a poder convencer.

Había conocido muchos casos de naufragios y accidentes en la mar provocados por personas inconscientes que no respetaban absolutamente nada: abordajes, varadas, fondeos en zonas peligrosas, etc. Él intentaba siempre concienciar a los novatos de la importancia de interpretar bien las cartas, fijarse en los peligros indicados en ellas, tener el derrotero correspondiente de la zona… pero era como hablar con una piedra. Creía que en el momento en el que el mar fuera invadido por cierto tipo de personas, se acabaría la tranquilidad. Solía contar cómo durante una recalada en la desembocadura del Tajo, en Lisboa, se estropeó la antena del Gps y dejó de recibir la señal. Era de noche y además había viento fuerte que hacía que el barco navegara rápido. Como había que librar los bancos de arena de la entrada, no hubo más remedio que echar mano del compás de demoras y situarse cada diez minutos con los faros que se divisaban en aquel momento. Finalmente pudieron entrar en Lisboa sin mayores problemas.

Pedro poseía un barco precioso, adquirido hacía pocos años a un inglés amante como él de los barcos. Era un «Sparkman & Stephens» del año 1965 construído en un astillero menorquín cuando áun existía el oficio de carpintero de ribera, hoy casi extingido. Este barco poseía todos los atributos que él siempre había buscado en un barco: belleza en sus líneas, marinero y además de madera. Era un barco que había pasado por varios propietarios, o sea, poseía una historia propia extraordinaria. Con 50 años a lomos de sus cuadernas se podrían haber escrito varios libros sobre su vida marinera. En este barco Pedro pasaba muchos de sus ratos libres. Cuando no tenía que trabajar, su válvula de escape era esta joya del diseño naval. Aparte de tenerlo en un estado impecable, todo funcionaba. Cuando algo se estropeaba, si podía lo arreglaba él mismo, y si no, se lo encargaba a una náutica de plena confianza que trabajaba muy bien la madera y todo lo relacionado con la reparación de embarcaciones.

Se preocupaba de mantenerlo limpio y ordenado tanto en el interior de la cabina como en la cubierta. Siempre había lamentado ver barcos en los que levantabas una plancha del suelo y solamente veías suciedad y restos de gasóleo o aceite serpenteando por la sentina. Además tenía todo en su sitio. ¿Por qué en muchos barcos descendías por la escala al interior y solamente veías trastos y más trastos? ¿Qué necesidad de tener tantas cosas innecesarias o que no se iban a utilizar en mucho tiempo? Para eso ya estaban los trasteros de las casas o los pañoles de almacenamiento que ofrecía el club. En el barco tenía que haber lo estrictamente necesario para la maniobra del barco y todos los elementos de seguridad. Lo demás solamente servía para tener que apartarlo cada vez que ibas a buscar alguna cosa y para que cogiera humedad. Sobre la cubierta, escotas, drizas y cabos de amarre estaban bien adujados y sin colgar de cualquier manera por todos lados.

Aunque era un enamorado de todas las cosas tradicionales relacionadas con el mar, no renunciaba a tener un Gps en su barco y cartas electrónicas. Era un romántico del mar pero no olvidaba que las ayudas a la navegación proporcionaban ante todo seguridad. Bastantes naufragios habían ocurrido en el pasado debido a nieblas, una mala posición estimada, etc.

También tenía una biblioteca bien surtida de libros….técnicos. A Pedro le gustaba mucho leer pero en el barco siempre había cosas que hacer y no llevaba libros de lectura, sino derroteros, libros de faros, anuario de mareas, almanaque náutico del año en curso, tablas de navegación, libros de meteorología, etc. En definitiva, los textos necesarios para poder navegar con seguridad y conocimiento de la costa por donde recalara.

Uno de sus objetos más preciados era un sextante adquirido en Inglaterra durante una de las tantas regatas en las que participaba cuando era  joven y aún tenía mucho tiempo libre por delante. Era un sextante alemán de la marca Freiberger y con óptica Zeiss, una de las mejores del mundo. Lo cuidaba tanto como la caja de madera donde iba estibado. A menudo comprobaba la alineación de los espejos con el horizonte para tenerlo bien ajustado. Nunca se sabía cuando iba a tener que utilizarlo. También disponía del almanaque náutico del año en curso y las tablas rápidas, que le ayudaban en los cálculos astronómicos. Algunos le decían que era un «trasto inútil». Ya se iban a enterar ellos si algún día, por alguna caprichosa tormenta solar de esas que solía haber de vez en cuando,  se fuera a la porra todo el sistema de satélites Gps, y los navegantes no pudieran obtener su situación más que por los métodos tradicionales…

(Continuará)

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