Habían largado amarras desde Miami el día 6 de enero, con la intención de cruzar el Atlántico y llegar a España lo antes posible. Después de la regata que habían disputado contra otros barcos, y la cual habían ganado, los propietarios querían que el barco estuviera a tiempo para preparar las regatas que habría a principios de la siguiente primavera en el Mediterráneo. Era un barco de 25 metros, un «ketch» muy rápido y que además tenía el honor de haber quedado segundo en la regata Whitbread alrededor del mundo, lo cual significaba que era muy rápido.

Casi todos estaban mareados y parecía increíble después de haber estado navegando en el barco durante ocho meses, con periodos de descanso, pero unos meses muy intensos ya que no habían dejado casi ni un momento de navegar. A Pedro le venía a la memoria la primera travesía, cuando embarcaron en Ravena un brumoso día de marzo. La travesía había sido dura. Aunque habían navegado con un viento muy flojo por el mar Adriático, era la época de la guerra de Yugoslavia y por este motivo tuvieron que navegar lo más pegado posible a la costa italiana. Después de doblar el extremo de la bota, el estrecho de Messina les recibió con una bofetada de viento Sirocco que provocó el estallido de la vela mayor y la rotura del foque número tres, el cual tuvieron que arriar a marchas forzadas e incluso rajar a navajazos, ya que se quedó atorado en el estay. Pedro recordaba con angustia que la línea de vida le salvó a él y a otros cuatro tripulantes de caer por la borda, tras sumergir el barco la proa en una planeada y quedar todos flotando durante unos segundos, antes de sentir el tranquilizador tirón de la cincha que les mantenía amarrados al barco. En esa travesía había habido otro problema: se quedaron sin comida y tuvieron que comerse a pelo las latas de maíz y los frascos de mermelada durante el último día de navegación, además de devorar como roedores los escasos frutos secos que había. Todo fue debido a que el encargado de aprovisionar el barco comía muy poco y no previó que la travesía podría durar tanto tiempo. Es cierto que habían calculado unos cuatro días hasta Mallorca, y se convirtieron en seis debido al mal tiempo de proa.

Ahora navegaban rápidos, en el seno de la corriente del Golfo, que les imprimía aún más velocidad de la que la corredera marcaba. Habían distribuido los turnos de guardia en tres grupos, lo cual les permitía dormir ocho horas seguidas, salvo que fuera necesario hacer alguna maniobra que requiriese más manos en cubierta. Se puede decir que comían bien porque habían sobrado bastantes provisiones de la regata y las habían completado con otras adquiridas en los bien surtidos supermercados americanos. Además, en cada guardia la mitad se encargaba de cocinar cada día, y la otra mitad, de fregar. Así esas tareas tan ingratas en un barco, se soportaban mejor.

La tercera noche tuvieron el percance más serio de toda la travesía. Durante una maniobra de toma de rizos en la vela mayor, rompieron la botavara por la mitad. Esto fue debido a que una vez cogido el rizo, al comenzar a tesar la driza de la mayor, nadie abrió la válvula de la contra hidráulica, y la tensión que sufrió la botavara por esa zona hizo que se rompiera. Mientras intentaban inmovilizarla sobre la cubierta, resultaron rotos dos candeleros de la banda de babor. Eran de titanio, metal muy duro pero a la vez frágil. Arriaron del todo la mayor hasta que se hizo de día, y una vez arranchada la cubierta, izaron la mayor de capa. Aunque esta vela era pequeña, como el barco disponía de palo de mesana, se podían hacer muchas combinaciones de velas. El barco llevaba treinta y seis velas en total, unas para los estays de proa y otras para el estay de mesana, además de spís, reachers, foques, etc. Pedro era el encargado de su orden interior durante la regata, lo cual era una tarea que exigía estar muy atento a que cada una estuviera correctamente estibada en su lugar.

Otro problema que tenían era el motor. La transmisión a la hélice era a través de una cola tipo «sail-drive», que les había funcionado mal durante los meses anteriores. Estaba muy dañada en sus engranajes y no podrían hacer uso del motor, salvo emergencia. Por ese motivo decidieron no hacer escala en las Azores. Pedro recordaba una escala anterior, en enero del año 1988, cuando después de una dura travesía desde el Caribe, temporal incluido, recalaron en el puerto de Horta, en la isla de Faial. Como no disponían de mucho dinero, se alojaron en una modesta pensión, que en las condiciones en las que llegaron les pareció el mejor hotel del mundo. Durante los días que permanecieron allí, se dedicaron a preparar el barco para el salto hasta España, pero también a descansar, a conocer un poco la isla y a comer bien. Además estuvieron por primera vez en el famoso bar «Peter Café Sport», que era de obligada visita para todos los que cruzaban el Atlántico. Les dio pena no poder hacer escala en esta travesía.

Los días se sucedían rápidamente y pronto recalaron en la bahía de Cadiz, para hacer escala en Puerto Sherry. Allí aprovisionarían el barco para la etapa hasta Mallorca. Consiguieron atracar el barco con poca máquina al pantalán de espera del puerto, sin darle ningún golpe. Mientras unos se dedicaban a la compra, el resto cogieron sus bolsas de ropa seca para poder darse una ducha de agua dulce y caliente. Durante la travesía se habían podido duchar regularmente pero con agua salada. Pedro se llevó una desagradable sorpresa después de comprobar que casi todo el contenido de su bolsa estaba mojado con agua salada. Esto había ocurrido porque su bolsa estaba justamente debajo de un poro que tenía la manguera del escape del agua de refrigeración del motor. Como no había tiempo de lavar la ropa, lo único que Pedro pudo hacer fue meterla en la secadora del puerto. Menos mal que unos libros que había en la bolsa, y que había adquirido en Miami, estaban secos gracias a que había tenido la precaución de envolverlos en bolsas de plástico. Pedro era un lector empedernido y daba mucho valor a los libros. Además, éstos eran libros sobre barcos de vela que no se publicaban ni vendían en España.

Pedro tenía la experiencia de haber navegado en barcos muy húmedos, en los que siempre había agua, y solía envolver la ropa en bolsas, solo que esta vez no pensó que en este barco iba a tener ese problema. Además, la ropa que utilizaban en el barco iba en unos cajones junto al motor, que por ese motivo hacía que la ropa estuviera caliente y seca. Como era un barco diseñado para largas travesías, tenía muy bien pensada la distribución interior. Las ropas de agua iban también colgadas en un espacio junto al motor y se agradecía entrar en la guardia con la ropa seca. En el otro barco en el que Pedro cruzó el Atlántico, la ropa siempre estaba húmeda.

Después de haber comido bien en un conocido restaurante de El Puerto, en el cual todo les supo a gloria, largaron amarras rumbo al Estrecho de Gibraltar. El paso del estrecho lo hicieron con viento de poniente y rápidos. Sin embargo, el Mediterráneo les recibió con poco viento y con una previsión meteorológica totalmente anticiclónica. Por lo tanto, decidieron hacer un cambio, arriando la mayor de capa e izando la mayor aunque fuera sin la botavara. La última etapa fue tranquila, con partidas de «backgammon» sobre cubierta durante el día, hasta que después de cinco días de navegación a vela atracaron en el Club de Mar de Palma de Mallorca. En total tardaron veinticuatro días en completar toda la travesía.

Los meses durante los cuales Pedro navegó a bordo de aquel barco fueron de los más intensos de su corta vida como profesional de las regatas. Jamás volvió a navegar en un barco como aquel, en el cual se podían configurar tantas combinaciones con las velas. La experiencia adquirida durante aquel tiempo le valdría mucho para su futuro como tripulante en otros barcos.