El despertador sonó puntualmente a las cuatro. Pedro se desperezó en su litera. El techo reflejaba el agua de la ría con alegres destellos arrancados por las farolas del muelle. Los cabos gemían ligeramente debido a la tensión provocada por la corriente. De un salto se puso en pié. Aún no despertó a los demás tripulantes. Le gustaba ir preparando el desayuno y recogiendo sus enseres de la litera antes de hacerlo.

Se asomó por el tambucho y un azote de humedad y frío le abofeteó en la cara. El cielo estaba despejado y la cubierta estaba mojada a causa del rocío caído durante la noche. Eso era buena señal porque el tiempo sería calmo y probablemente soplaría el nordeste. No era el mejor viento para navegar hacia el Este pero no harían ascos al buen tiempo. Bastantes temporales azotaban la costa del Cantábrico durante todo el año como para quejarse.

Después de asearse, Pedro preparó la cafetera de nueve tazas italiana con su café preferido, bien prensado, y rellenó el depósito con agua de botella. A saber cuántos bichos podía tener la del tanque. El café debía de salir bueno y fuerte porque si no sabría a aguachirle. También ralló un par de tomates bien rojos mientras tostaba pan en una sartén. Con aceite de oliva y una loncha de jamón estarían deliciosas. Un buen desayuno era fundamental para afrontar con ganas la primera parte de la travesía. Después harían un almuerzo a media mañana para coger más fuerzas.

Una vez despiertos todos y después de dar buena cuenta del café, las tostadas y unas galletas, recogieron todo, se vistieron adecuadamente y se pusieron las ropas de agua. Hasta que saliera el sol debían abrigarse.

Aligeraron amarras e izaron la mayor. El viento soplaba flojo del sur y junto con la marea que comenzaba a bajar, les facilitaría la salida de la ría. Debían tener cuidado de atracarse bien al rompeolas que les quedaba por babor, ya que a estribor estaban el meandro y la barra de la ría. Con esas condiciones de mar no iban a tener problema de rompientes pero un error en la profundidad les podría hacer varar.

Amollaron la escota de la mayor para recibir el viento por estribor y largaron el último cabo que les quedaba, el largo de popa. Un marinero de un pesquero les liberó la gaza del bolardo del muelle y se despidieron de él agradeciéndole su ayuda. Con ayuda del bichero desatracaron la proa. El barco comenzó a avanzar ayudado por la corriente y por el viento que ya comenzaba a empujar sobre la cangreja. Izaron también el foque que les ayudó a gobernar mejor. El timón respondía bien y ya iban haciendo unos tres nudos de velocidad, que sobre el fondo quizá serían cinco, por el efecto de la corriente sobre la obra viva.

Los viejos tinglados de los márgenes de la ría desfilaban por babor. Un pesquero entraba en ese momento por la bocana y le veían la luz roja de costado y una luz de tope. Ellos llevaban encendido el farol tricolor de la punta del palo y esperaron que les vieran bien. No era cuestión de ponerse a maniobrar si el pesquero no les gobernaba. Enseguida vieron que cayó a babor porque le vieron la verde. Eso les facilitaba poder seguir el rumbo debido.

Como la ría recurvaba hacia el nordeste, el timonel metió poco a poco unos grados a estribor para ir arrumbando hacia la bocana. También cazaron ligeramente la mayor y el foque. La velocidad aumentó junto con el viento aparente. El pesquero pasó por estribor y se saludaron. Navegaba rápido a pesar de ir contra la corriente. Una bandada de madrugadoras gaviotas le seguía, arrojándose a su popa para coger los restos de las tripas de los peces que iban limpiando los pescadores.

Tenían por la amura de babor la luz verde de la farola del rompeolas, y la roja comenzaba a quedarles más hacia el través ya que el malecón del oeste de la ría era de mayor longitud. Se veían las olas romper en la playa, aunque eran pequeñas para lo que podían llegar a ser en malas condiciones. En esa ría habían naufragado muchos barcos antes de que se corrigiera el cauce con el actual espigón. A pesar de todo, seguía siendo peligrosa con vientos del cuarto cuadrante.

Siguieron cayendo un poco a estribor. Debían tener cuidado con el abatimiento del barco pero gracias a la corriente que actuaba sobre la obra viva, llevaban suficiente velocidad para corregirlo.

El crepúsculo matutino comenzó a asomar por las montañas que se divisaban hacia el sudeste. Las estrellas de tercera magnitud de esa parte del cielo comenzaban a desaparecer. Ese era el mejor momento para preparar una observación de estrellas estando en alta mar. Cerca de la costa les bastaba con situarse por demoras a los faros de tierra.

A las cinco y media dejaban por la aleta de babor la farola verde y daban rumbo hacia el este para aprovechar al máximo el terral, que aún soplaría durante tres horas más, si la experiencia no les fallaba. Izaron el foque volante y la trinquetilla. El barco aumentó su velocidad y largaron la corredera Walker por la popa. Enseguida subió la aguja hasta los siete nudos. Buena velocidad para comenzar la travesía. Ajustaron las velas y la mitad de la tripulación bajó a descansar.

Después de anotar el rumbo y la velocidad en el cuaderno de bitácora, Pedro subió a cubierta, relevó al timonel y empuñó el timón, sintiendo la vibración de la pala a través de la caña.

Daba gusto gobernar un barco de época.

Continuará