Pedro intentó virar por avante hacia estribor pero el timón no respondía, no tenía suficiente arrancada, y por tanto la velocidad de gobierno no existía. Habría que dejar el barco en facha hasta que virase por sí solo. Además, la incómoda mar de leva que llegaba desde el Norte no facilitaba nada las maniobras.

Todo había comenzado unos días atrás, poco tiempo después de dejar por la popa la isla de Santo Tomás. La bomba de refrigeración del motor se estropeó y no había repuestos a bordo para repararla. Tendrían que esperar hasta llegar a las Azores para buscar un taller de mecánica naval y, entre tanto, sufrir las calmas a vela.

El barco era pesado, un motovelero de los años ochenta pero muy seguro, de acero naval, construido en el norte de Europa, en uno de los mejores astilleros para yates que existían en esos momentos. Lo que ocurría es que veinte años pesaban sobre sus cuadernas y se hacían notar en todo su equipamiento y aparejo.

Se le había hecho un recorrido por las máquinas poco antes de partir desde España pero había sido un mero trámite. Los mecánicos no se habían metido a fondo en el motor Mercedes Benz de 150 caballos que, aunque era un buen motor, tenía muchas horas de fricción dentro de sus cilindros. La bomba de refrigeración era un elemento periférico del mismo, pero no por ello menos importante. Todo marino sabe que si falla la bomba de refrigeración en el motor enseguida se recalentará, con el consiguiente peligro de que se gripe y ya no haya remedio.

Pedro consultó el fax  recibido de la oficina meteorológica. La cosa no pintaba bien puesto que se encontraban en la trayectoria del primer ciclón del año: el Ana. No era un ciclón muy potente pero eso no significaba que no fuera un riesgo si les barría por encima. Los ciclones van acompañados de vientos fuertes y olas enormes que pueden hacer que un barco sufra daños importantes. Lo desesperante era que no avanzaban más de veinte millas diarias desde hacía una semana. Si todo hubiera ido como estaba previsto, ese día estarían a un par de días de la isla de Faial, pero en la mar se sabe cuando se sale de puerto pero no cuando se llega, es una regla que todo marino debe asumir.

Por lo menos tenían en consuelo de que podrían arrancar el motor para la maniobra de atraque durante poco tiempo, siempre que no se complicara la cosa y hubiera mucho viento. También disponían de hélice de proa, que siempre ayudaba en las maniobras, y en último caso dos fiables anclas de arado en proa con sus correspondientes cadenas, listas para ser fondeadas en caso de emergencia.

El viento llegó, no muy fuerte pero suficiente para hacerles avanzar a unos cinco nudos de velocidad a buen rumbo. Ya no tenían que hacer esos bordos chinos aproados hacia Groenlandia o Irlanda, y que no les conducían a nada. Ahora navegaban al rumbo estenordeste. El marinero cocinó su especialidad para celebrarlo: una enorme pizza con ingredientes naturales que fue acompañada por una botella de vino.

Pero a Pedro le preocupaban los restos del ciclón, que afortunadamente se había convertido en una borrasca tropical. Eso significaba que aunque trajera vientos fuertes, al menos la mar no sería tan destructiva. Estaba a trescientas millas por la popa y aún podrían esquivarla si conseguían arrumbar un poco hacia el sudeste. Ya se vería.